La pintora Begoña Summers sale por la mañana soleada a cazar instantes.
Ella lleva pinceles y colores y todo eso que hace falta para cazar instantes.
Ya le han dicho los críticos, los teóricos, los taumaturgos y los analistas de las artes plásticas que no vale la pena, que la pintura ha muerto, que ha fallecido sin remedio en el pasado siglo, el siglo de las dos guerras mundiales, que la han matado los ismos, aquellos que querían eliminarla para resucitar no sé qué ¡y lo han conseguido!, afirman estos expertos en defunciones.
No obstante Begoña sale por la mañana soleada a la caza de instantes, de instantes pictóricos.
A ella le gustaría vivir dentro de un cuadro de Matisse o de Raoul Dufy, dentro de un Matisse se vive pero que muy bien, sobre todo si Matisse abre las ventanas y se cuela la brisa marina del midí francés ondulando los visillos, las persianas están a medio bajar y hay un cielo espléndido: ¡allí está la vida!
Ella se asoma y abajo ve la terraza del café Niza, que también puede ser la del Café Gijón de Madrid, la del Jai de Segovia o la del Floridita cubano. Las terrazas son universales y las ponen expresamente para que Summers las pinte, y también Xavi Mariscal. Dentro del Niza, al fondo, están Toulouse Lautrec y Modigliani juntos charlando y bebiendo absenta animadamente.
Qué bueno hace.
Y pensar que la pintura ha muerto…
Pienso que no es verdad: jamás podrá morir mientras haya instantes que pintar y mientras los pintores como BegoñaSummers pinten la pintura.
Porque la pintura hay que pintarla para que merezca la pena, y todo lo demás son tortas y pan pintao y verdura de las eras.